Hace unos minutos ha entrado el verano, esta estación en mi niñez era de las que me entusiasmaba.
Preparábamos las maletas y nos trasladábamos a la sierra. Bueno lo de preparar la maleta no era tan sencillo, normalmente trasladábamos media casa pues las del pueblo no estaban casi acondicionadas. Había que llamar a un transportista, Palomino, que recogía las bultos en casa y te los dejaba en la plaza del pueblo.
Veraneábamos en Becerril un pueblo serrano, cerca de Madrid. Allí pasábamos tres meses.
Nuestras vacaciones no eran como ahora que llamas a un hotel y te reservan las habitaciones que necesitas para la familia y no tienes que preocuparte de más, no, antes no era tan sencillo.
En mayo mis padres se acercaban al pueblo y alquilaban una casita más o menos apañada, según como estaba la economía, y después de San Pedro y San Pablo allí que nos íbamos toda la familia incluido el abuelo y una tía jovencita que era otra hija para mi madre.
Nuestra familia se componía, como está mandao, de padre, madre y tres hijos, el primer año que fuimos a Becerril, pero poco a poco la familia fue aumentando hasta llegar a siete hijos.
Al tiempo que la familia crecía los hijos también lo hacíamos y fuimos aumentando colateralmente, novios, novias, tíos, amigos que venían a visitarnos, en fin que la casa no es que creciera, pero como si fuera chicle se estiraba y allí tenia cabida todo aquel que se acercase.
Fueron años felices en nuestra vida, no hablo solo por mi, hablo por toda la familia y por los amigos que por la casa pasaron.
Mis padres Luis y Amparo allí fueron felices, mis abuelos Antonio y Leonor, mis tíos Leonor y Antonio que eran casi de nuestra edad con los que hacíamos peleas de agua o con periódicos enrollados y que mi madre nos reía la gracia como deseando estar ella en el lio.
Nos fuimos casando y seguimos por años yendo a Becerril hasta que un día aquello se terminó, la familia creció y muchos queríamos ver otros mundos, otras orillas.
Pero nunca podremos olvidar los veranos de nuestra niñez.